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(4) Los Espíritus de la noche.

Foto del escritor: Laurentino Martin VillaLaurentino Martin Villa

En la actualidad.

Es un oscuro y nublado día de principios de febrero, una espesa niebla cubre por completo las calles del barrio de la Candelaria en Bogotá, nombre que adoptó la localidad patrimonio cultural e histórico de la capital de la República de Colombia de la Iglesia que la preside en la esquina de la Calle 11 con Carrera 4ª.

Las calles que de día muestran orgullosas sus bellas edificaciones con sus balconadas, fachadas y escudos de una historia colonial aún viva en esencia por los bohemios, universitarios y gente común que valora las maravillas que ofrece estas calles empedradas. Sin embargo, en la noche las sombras que se adueñan de los recovecos de sus pasajes estrechos la convierten en una pesadilla para aquellas gentes de imaginación fantástica que se les ocurra internarse por allí.

Faltan algunos minutos para que la oscuridad entre de lleno en la hora de las ánimas, las tres de la mañana, la hora Nona,[1] donde según la cultura española arraigada con raíces profundas en este pueblo, los diablos y las almas sin descanso salen todas las noches al abrirse las puertas del infierno unos segundos después de que las campanas de la Iglesia anuncien por tres veces con su sonido espectral su apertura.

La desechable, como se denomina despectivamente a la gente socialmente no aceptada por la clase acomodada de la ciudad, camina desorientada por una de las correderas. Es una mujer delgada de unos veinte años y aunque su ropa carece de la visita continuada a la lavandería, su aspecto reclame el jabón y su pelo los cuidados de un peluquero, en sus rasgos criollos la belleza de la mujer rola[2] la hace aún merecedora de la mirada de cualquier hombre que así se declare.

La niebla que cubre como una manta pesada la vieja calle parece introducirse con escarnio en la nariz y garganta de la mujer generando dolor, nublando su mente y su vista, ayudando al alcohol que presumiblemente por su caminar ha ingerido en exceso a enfriar aún más su pequeño cuerpo.

La primera campanada de la Iglesia de la Candelaria rompe el silencio. La mujer se apoya contra la pared. El frío que se posa en los dedos y la humedad que atraviesa su vieja chaqueta de cuero negro y su pequeña minifalda a juego, se le clava como finos cristales en los poros del cuerpo. Sabe que no puede parase y reanuda su caminar rápido a pesar de los temblores.

La segunda campanada rompe de nuevo el silencio de la noche que es incapaz de iluminar la agotada luz de las farolas en su lucha con la bruma, dejando al ángel de la guarda incapaz de orientar los pasos de la joven.

La tercera campanada repica inexorablemente, triste, fúnebre. La despojada social vuelve a pararse y esta vez mete la mano en uno de los bolsillos y saca un paquete de tabaco y un mechero. Ha decidido calentar su boca con el humo caliente que el cigarro le suministrará. Lo enciende iluminando su cara con la leve llama del chisquero y la calada profunda y lenta le devuelve la vida a la mirada.

Todo es soledad y silencio, no hay voces, ¿Con un clima tan frío quién no se ha refugiado ya? Se pregunta la mujer. Un ligero viento sopla moviendo levemente sus cabellos, mira a su alrededor y derrotada trata de no prestar atención a lo que hay más allá de lo que es capaz de ver entre la niebla, solo se concentra en la siguiente inhalación que da a su cigarro.

El silencio se rompe por el sonido de lo que parece ser unos pasos metálicos sacudiendo el empedrado. La mujer pone atención e intenta localizar el lugar de donde vino la cacofonía. Unos segundos de nada y lo único que escucha es el suave silbar del viento en la calle 10ª. Confundida piensa en que es imposible que sea un penco pues los animales están prohibidos en esa zona de la ciudad a no ser el de los que acompañan a la escolta presidencial de palacio para los actos especiales, pero a estas horas de la madrugada es un pensamiento que no se atiene a razón, la policía a estas horas… duerme.

Vuelve a aspirar de la única fuente de calor que tiene una cantidad amplia de humo, lo mantiene dentro de sus pulmones saboreándolo a la vez que cierra un momento los ojos en un intento de disfrutar relajadamente el placer que siente en su pecho por el calor inhalado. Una gran sombra roza casi el espíritu de la mujer al pasar rauda cerca de ella provocando el susto que casi la hace gritar y que abra los ojos en alerta. El frio exterior no es nada con el que de repente le fluye desde el alma.

__ ¿Quién anda ahí?

Grita al vacío de la noche y esta le contesta con más vacío.

__ ¡Malditos tombos[3]! ¡No tendrán nada mejor que hacer!

Susurra en voz baja tratando de recobrar el valor de seguir adelante. Después de una espera infinita y sepulcral de unos segundos, reanuda su caminar con paso apresurado. El frío hace a sus dientes castañear y su cuerpo delgado tiembla violentamente, tira el cigarro y mete sus manos en los bolsillos de su zamarra en un intento inútil de mantenerlas calientes. Mira a un lado y a otro intentando no ser otra vez sorprendida.

La niebla le cierra el camino una y otra vez confundiendo sus movimientos, el único sonido que le llega ensordecedor son los latidos de su corazón que golpean secamente sus sienes. La mujer camina sin dirección notando como sus piernas le fallan al igual que el aliento. Agotada y temblorosa busca un lugar donde desaparecer. La calina apiadándose se levanta levemente descubriendo un oscuro callejón donde la inútil iluminación de las farolas no llega, sin dudarlo corre en busca de la guarida que las oscuridades le dan y consumida se agacha arrinconándose contra la pared cerca de la entrada de una gran puerta de madera. Un instante después la niebla vuelve a caer de nuevo como si se hiciese cómplice o, ¿Quizá se trata de un juego macabro de la naturaleza que ha tomado vida en la cabeza de la joven?

El sonido de pasos metálicos resuena de repente, humanos, lentos y cercanos, muy claros en el vasto y confuso fondo de los ruidos del silencio. La atención de la mujer nunca había sido atraída por nada en su vida de un modo tan preciso y decidido como ahora, y un fuerte, supersticioso presentimiento de estupor la lleva a cubrirse la boca con la mano para evitar que los gritos de auxilio que de su alma emergen pidiendo paso la delaten. Los pasos metálicos siguen acercándose y su asonancia crece. De repente, desde el cruce, entraron en el callejón.

La mujer nota como una suave y aterciopelada corriente de calor recorre su entrepierna hasta sus tobillos guiada por los canales de las carreras de sus pantis encharcando sus zapatos antes de tocar el frio suelo. Sus ojos husmean desorbitados la entrada de la calleja sin apreciar más que el dibujo que el haz de una farola hace sobre las caprichosas figuras que la neblina ayuda a crear.

La nada que dicen que rodea la entrada del purgatorio envuelve a la mujer, el frío desapareció hace tiempo y su cuerpo ha quedado petrificado irreverente en el suelo, ningún músculo reacciona ante la idea de huir. Un sonido férreo tintinea a la derecha a escasos metros de la muchacha, la joven siente como queda atrapada en una dimensión entre la vida y la muerte, y la mínima invocación le aparece de repente.

__ ¿Quién anda ahí?

Pregunta con desesperación. Sus grandes ojos negros se abren hasta el punto de generarle dolor y casi llorando balbucea

__ Por favor no me haga daño.


[1]Hora Nona” Amalario (III, VI) explica en detalle, cómo, según el sol se hunde en el horizonte a la hora de nona, el espíritu del hombre tiende a bajar también, está más abierto a la tentación, y es el momento en que el diablo escoge para probarlo. [2]rola” denominación popular para las nacidas en la capital de Colombia (Bogotá). [3]Tombo” es el nombre despectivo que popularmente se les da a los agentes de policía en Colombia.


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